Leche condensada

Parece que en este país están abonados al buen tiempo. Otro maravilloso día por delante. Los mismos 33 grados de ayer y de mañana. La misma calma en las calles ruidosas. Nadie se enfada. Nadie protesta. Un hervidero de gente que asume.

Hoy desayuno en casa mi maravillosa leche en polvo, con café la fortaleza que me he traído de Leioa. Aquí no hay leche para los cubanos. Solo les dan para los niños muy pequeños, leche en polvo y muy poca. ¿Un brik de leche entera fresca? ni lo recuerdan. Pensar en ello mañana, al desayunar.

Tres maquinillas de afeitar y paracetamol para Luis. Regaliz para María. Pegamento dental y leche condensada para Beatriz. Va a flipar. Dos maquinillas de afeitar e Ibuprofeno para Jorge.

Luis está en su sitio en el Malecón con su trompeta»descromada». Un apretón de manos. Largo. Toca para mi una canción tras otra. Toca canciones archiconocidas, esas que cree que los turistas queremos oir. Hoy no está tan inspirado como ayer, dice que para tocar la trompeta hay que calentar, y tocar todos los días. Algún gallito. Se apura. No se da cuenta lo poco que me importa si le sale bien o mal. Mientras él toca, yo miro al mar. Sin más. Sin hablar. Sin pensar. Solo disfrutando de este momento con la calma y la paz que se merece. Sé que en unos minutos mi ánimo va a ser otro bien distinto. Me despido con un abrazo.

¡¡¡No puede ser!!! No encuentro la calle de Beatriz. Estoy seguro de que era esta. Esta tampoco. Me decido a retroceder y voy recorriendo las calles en zig zag, de oeste a este. Una tras otra. Un poco agitado. ¡¡¡Allí esta!!!. Sentada en la acera con su gorrito blanco. Me ve llegar y me saluda con un imperceptible movimiento de su mano al reconocerme. Está con Reinaldo, 90 años, trabajos de mantenimiento y guarda para el francés que vive en la azotea. Me gustaría conocer al francés de la azotea pero no está. ¿Por qué un francés deja todo y se instala en un inmueble como este? Tengo que pensar más en mis clichés. Reinaldo quiere mostrarme las vistas desde la azotea y subirme en un ascensor de mas de 100 años. Sin duda mucho más peligroso que caminar por las calles de Medellín, de noche, con un rolex en la muñeca. Venga Montxu, no exageres, esto no es nada. Ante mí toda la Habana, el Morro, el mar. Que gozada. Al bajar me cruzo con una inquilina joven, ¿Español?. Si, buenos días. Invádannos de nuevo, por favor, ustedes o los americanos, da igual, pero háganlo rápido. Trago saliva.

Después de explicar a Beatriz cómo se usa el pegamento dental y de darle una caja de analgésicos para sus huesos, viene el plato fuerte. Intuía que el tubo de leche condensada azucarada iba a triunfar. Le cuento cómo, de pequeño, yo sisaba a mi ama la leche condensada la Lechera, chupando directamente del bote cuando no me veía. Un agujerito para «chupar» y otro para que entre el aire. Tienes que añadir agua caliente en una taza, le echas un chorrito del tubo y ya tienes un vasito de leche caliente dulce, Beatriz. Esa mirada vivaracha que pone… me temo lo peor. Beatriz me invita a conocer su casa. Un bajo, junto a la puerta de entrada del edificio. No existen palabras y llevo un rato buscándolas, para describir lo que están viendo mis ojos. No hay derecho, Joder!!!. Un ser humano no puede vivir en estas condiciones. Ni revolución ni leches en vinagre. ¿Patria o muerte?. Ventanas apuntaladas con maderas por las que apenas entra un rayo de luz. Un sofá cochambroso en medio de una habitación vacía. Una cama solitaria con las paredes desconchadas. Ni un recuerdo. Ni un detalle. Esto parece una mazmorra. Un baño… no lo describiré por respeto a las cuatro personas que leeis esto. Yo, perplejo, viendo algo que no debería existir. Beatriz, detrás de mi, chupandose todo el tubo de leche condensada directamente. ¡¡¡Beatriz!!! Te va a sentar mal. ¿Te lo has tomado todo? Era con agua caliente, no? me dice. Sonríe. Ahora se ríe abiertamente como una niña pequeña. No se si río o lloro o ambas cosas. Me da un abrazo y por primera vez me dice gracias. Un gracias que me sabe mas dulce que a ella la leche condensada. ¿Me dejas hacerte una foto? Sería un regalo para mi. Mil gracias.

Camino por las calles de centro Habana hacia la Habana vieja para encontrarme con Jorge Luis, voy tarde. Voy haciendo fotos con mi cámara, aunque aún sigo con Beatriz en mi cabeza. No veo a Jorge. Doy una y mil vueltas cerca de los contenedores donde lo encontré ayer. No está. Que pena. Mañana lo intento de nuevo.

Coches rosas descapotables con chicas rubias y chicos con gafas de sol hacen fotos con sus teléfonos mientras circulan por la Habana Vieja. Qué bonito es todo por aquí. ¿Verdad?… Estoy junto al conservatorio de arte y veo salir a un hombre. Me saluda amablemente al pasar. Buenos días. Buenos días, señor. ¿Sabe usted cómo llego al edificio de las Ursulinas?. Le acompaño, voy en esa dirección.

Álvaro tiene un año más que yo, muy culto, tiene la cabeza bien amueblada. Nació con la revolución y de esto ya hace casi 65 años. Dos hijos y una nieta. Vive con su esposa y la nieta. No quiero preguntar porqué. Hablamos de forma intermitente de la revolución. Le gustó la revolución pero tiene ojos en la cara. Aquí si hablo. Aquí mejor no hablo. Aquí, otra vez si hablo. No terminaría de escribir hoy si contara todo lo que él cuenta. Amor y odio. Dulce y amargo. Pero, ante todo, parafraseando a Dante «Abandonad toda esperanza».

Llegamos a las Ursulinas, un edificio en muy mal estado sin más interés, que no es poco, de ser el único edificio en La Habana con estilo árabe. Y seguimos hablando. Y hablando…

Hasta hace dos o tres años, los agricultores cubanos no podían vender sus productos más que en su región y regulados por el estado. Hoy el presidente Canel permite que vendan sus frutas y verduras en mercados fuera de sus ciudades. ¿Un rayito de esperanza?. Entramos en el mercado, ya no tan bullicioso como hace uno o dos años por la tremenda escasez que asola este país. Me parece interesante. Seguimos de palique por las calles. Son casi las dos. Le voy a invitar a comer, si acepta. Tengo que llamar a mi esposa para decir que me voy a retrasar. Lo hace desde el teléfono del restaurante. Me ha regañado porque cree que voy a hablar demasiado. ¿Como nos conocen en casa, verdad?

Álvaro da clases de percusión y también complementa su sueldo de 25 dolares al mes con actuaciones en una banda, del estado, por las noches. Creo que no soy justo al decepcionarme cuando compruebo que, hasta una persona tan culta y educada como Alvaro, me ve como una cartera con patas. No sé qué haría yo en su lugar. Seguro que algo parecido, pero a los «buscavidas», los que te abordan sin parar por las calles, se les ve venir, sacas el escudo y listo, uno menos. Al final, después de verle llorar de agradecimiento por la estupenda comida que nos hemos metido en un restaurante que nunca había soñado entrar (según él), me insinúa que una ayuda no le vendría mal. No son los 1000 pesos (6 euros), no se que pensar. Nos despedimos en la calle después de un abrazo. Han sido varias horas muy interesantes e instructivas para mi, con una despedida agridulce. ¡¡¡Mecachis!!! Bueno ha sido solo un detalle.

Camino por las ruidosas calles, abarrotadas de gente mientras hablo con Marta. Al final me ha cogido. Demasiado trabajo. No, no me voy a sentir culpable. Nos damos novedades y me desea lo mejor. Que grandísima suerte la mia. Sigo haciendo fotos.

Tres niños salen del colegio. Todos van al colegio y la educación es gratuita. Se me acercan. No piden nada. Tengo dos chupachups en la bolsa. No se ponen de acuerdo quien se quedará sin el dulce. Cojo una pajita del suelo y la corto en tres dejando uno mas corto. Acordamos hacerlo así y admitir el resultado. Pierde uno, el que se ve en la foto del capitolio alejarse sin despedirse. Así es la vida. Pronto aprenderán la injusticia del reparto en el mundo que les ha tocado y que no confiar en la suerte es el primer paso hacia el éxito.

A mitad de camino veo un puesto que vende sandías. 50 pesos la libra. Esta pesa 8,5 libras. Son 425 pesos (unos 2,5 euros). ¿cuantos gramos son una libra? Casi medio kilo. Esto no pesa 4 kg ni de coña, señora. Lo vuelve a pesar. Es correcto, 8,5 libras, se la dejo en 400 pesos si quiere. Lo pago. Me voy 50 metros mas allá. Miro en internet el peso de mi cámara y de mi maravilloso objetivo 24-70mm que llevo colgado, lo traduzco a libras, añado 100gr por la correa. Total 3,85 libras. Vuelvo al puesto. Madre e hijo me miran con sorpresa según llego. ¿Le pasa algo?. ¿Puedes pesar otra vez la sandía? 8,5 libras, reitera. Me puedes pesar la cámara. Se la doy. Me mira sorprendida, su hijo de unos 30 años también. Tiene ojos azules y sonrisa pícara, alegre y agradable. No, no, no toques ese botón. Pésalo así, como está. 6,2 libras marca. Esta cámara pesa 3,85 libras exactamente, señora. Luego esa sandía pesa casi la mitad de lo que me ha cobrado. Ambos se miran y sonríen. ¿Eres policía?. No. Pareces policía Italiano. ¡¡¡Ahora sí que la hemos jodido!!! ¿Quieres que te devuelva 200 pesos? No quiero que me devuelvas nada, tú sabrás por qué haces esto. ¿ Te has preguntado la razón de que la gente no vuelva? Me mira y vuelve a sonreír, esta vez tímidamente. Todos hacen lo mismo.

Sigo por las calles hasta casa. Estoy agotado de tantas emociones y de tanto andar. Una ducha. Escribo esto mientras como una rodaja tras otra de una sandía dulce y rica como nunca he comido.

Hasta mañana.

Un comentario en “Leche condensada”

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